sábado, 30 de diciembre de 2006

El Misterioso Lago Leopoldo

Foto Gustavo Marcano


El Misterioso Lago Leopoldo

Participantes: Marta Matos, Grisel Urdaneta, Edilia C. de Borges. Guía: Carlos Silva. Robinson Silva (motorista) y Martín Perdomo (porteador).

Sentada alrededor de una fogata, por allá, perdida en un rincón a la orilla del majestuoso río Orinoco, a mis instancias por conocer nuevos sitios, oigo por primera vez de boca del taciturno amigo Carlos, indio piaroa y guía baquiano de ésta mi última expedición, un nombre mágico : “El Lago Leopoldo”. No agregó mucho, sin embargo con lo poco que dijo me fue suficiente para que yo en mi fuero interno dijese: ..Será mi próximo viaje..He de conocer este lago. Y así fue.
De regreso ya en Caracas, pasaron dos semanas y ya había entusiasmado a unas amigas y heme aquí que el día 7 de septiembre ya viajaba de nuevo al estado Amazonas, en compañía de ellas.
La logística de nuestro viaje era el navegar en una embarcación apropiada y caminar aún más entre la intrincada selva amazónica. Recorreríamos parte de la Reserva de Biosfera contentiva de valiosos recursos naturales renovables, especialmente hídricos y asiento de comunidades indígenas ancestrales. Recónditos parajes.
A las 9 de la mañana del día viernes ya estábamos embarcando en Pto. Samariapo. Éramos cinco, había que pasar buscando, río arriba, al porteador.
Esta vez nuestro bongo era más pequeño, pero más veloz- suficiente- bien pertrechado con alimentos, combustible, enseres y todo lo necesario. Partimos ya bien avanzada la mañana, eran las 10.45 y el sol calentaba con fuerza.
Nuestra primera parada fue en Calderos, a un costado del ancho río, escondida, una cascada nos atrae con promesas de frescor. Mientras Carlos prepara un ligero almuerzo, nosotras nos bañamos en el agua fría del río con lecho de lajas de piedras. Luego del refrescante baño y delicioso almuerzo, proseguimos la navegación por un largo tiempo hasta llegar al que sería nuestro primer campamento: Atubi, a orillas del río Autana. Noche tranquila y reparadora.


Al día siguiente ya a las 9 de la mañana navegábamos en busca de Martín y posteriormente en pos del Caño Manteco. (llamado así por un pez cuya cabeza tiene mucha grasa). Un laberinto de aguas dentro de una selva virgen no perturbada por el hombre. Los majestuosos árboles están por lo general bien espaciados y el matorral bastante diseminado como para permitir el paso a pié sin mayores problemas. Vana ilusión, sólo en verano tal vez, porque la vegetación de esta selva nublada no se resiente por los cambios estacionales de época lluvia-sequía. No, acá las nubes durante todo el año muestran un alto nivel de humedad.


Vamos en silencio apenas roto por ademanes señalizando algo, el sonido imperceptible del botón de las cámaras fotográficas, el ronroneo del motor, el chapoteo de un pez al saltar. El gran espejo de agua se rompe en círculos concéntricos cuando cae en ella una hoja. La magnitud del ambiente que nos rodea, cercados por todas partes por paredes vegetales impenetrables, a veces forman hasta un techo, lo angosto de la vía de agua apenas permite el paso. Crea en nosotras la idea de seres pigmeos ante la exuberante naturaleza.
Los árboles extienden sus ramas gruesas, Martín y Robinson se turnan con el machete y el hacha y desde la cubierta del bongo, cortan y abren un boquete para poder pasar la embarcación. Este clima lluvioso de selva típica amazónica, nos hace transpirar a chorros. Estamos pegajosas. Sumerjo la mano en el agua y con ella salpicó mi cara para aliviar un poco el calor. No se siente brisa, hay mucha sombra por suerte, pero el aire se detiene con la barrera vegetal.
Varias horas navegamos por aquel enmarañado caos. Algunas veces sorpresivamente caemos en una laguna ancha (le pusimos nombre a todas) para de nuevo volver a estrecharse el curso. Al fin salimos de allí. Navegamos todavía mucho tiempo más hasta que llegamos al Raudal de Merey, hasta acá solamente llega el bongo.

Los rápidos que comienzan desde aquí hasta mucho más arriba en el río, impide la navegación. Estamos muy lejos de la última churuata que vimos, nada sugiere la presencia del hombre. Ahora comienza la aventura que tanto he esperado, la caminata por la selva. Nuestro equipaje pesado se queda acá, bien resguardado en el bongo amarrado, fuera de la vista. Nos llevaremos sólo lo indispensable.
Mientras los compañeros recogen los enseres, nosotras nos equipamos con repelente, guantes, bastones, una fina gasa para proteger la cara de los “bichitos”. Parece que vamos a la guerra, y si a ver vamos así es, vamos a enfrentarnos con lo desconocido en aquella selva. Estamos, al menos yo, ansiosa y en expectativa de lo que podamos encontrar.
La senda, solamente visible para el guía, por un buen rato va a un costado del río, le oigo bramar en los rápidos (hay muchos y fuertes) o lo veo deslizar suavemente en aguas calmas, claro cuando la vegetación corta me lo permite. 

Una hermosa flor roja (heliconia) solitaria, llama mi atención, destaca en las infinitas tonalidades de verdes que la rodean, solo rota a veces por trechos de arena rosada del terreno cerca del río. A veces serpenteamos pantanos donde se hunden nuestras botas, o cruzamos riachuelos que alimentan al gran río. Los animales son escasos. Una que otra mariposa, un leve pitido en lo alto de un árbol, sapitos mineros que saltan cual resortes.
El camino se sale del monte y brincamos ahora por sobre grandes piedras en la orilla del río y pasado esto, llegamos a la base de la montaña donde se esconde Leopoldo, el Caño Zorro, acá pernoctaremos. No es muy grande el espacio, pero “apretujaditos” nuestros chinchorros están confortables. Pegada a la piedra se “monta la cocina” y un poco más allá el dormitorio masculino.


Mientras “ellos” “acomodan los bártulos y cocinan”, nosotras bajamos al río, a la cascada. Escalonada y muy ancha, el piso de piedra está resbaladizo. Como “taras” saltamos de roca en roca y nos sentamos de espalda a los chorros de agua que nos masajean y revitalizan con energía. Que ricura de agua, que delicia. Si no me llaman para la cena, todavía estuviese allí…. 

Mohinas dejamos nuestro placer acuático y nos fuimos a dar fin a la caliente y apetitosa cena. Esa noche nuestro dormitorio tuvo como techo, la luna llena y las estrellas, el rumor del río fue la canción de cuna. Los piaroas saben muy bien, cuando no va a llover . Dulces sueños.
Después del desayuno y con mucha precaución atravesamos el río. Concentrada nuestra atención sobre el objetivo único de nuestra aventura: el lago. Aún mas intrincada la vegetación abruma y atosiga. Helechos se entremezclan con palmas, plantas epifitas con la decorativa familia de las orchidaceas, bromeliaceas de diferentes especies, que gracias a la conjunción de sus altas y erectas hojas facilitan la entrada y retención del agua de lluvia, formando una jarra que en ocasiones ha servido para sacar de apuros a sedientos caminantes.
Caminamos y caminamos selva, agua, selva. Trechos planos que van ascendiendo lentamente. En la subida piso con cuidado para no caer en las grietas entre piedras y piedras en que se ha transformado el sendero. Llegamos a lo alto de un desfiladero, allí como adrede, unas rocas son asiento de palco principal para el espectáculo que se nos presenta: Premio Mayor. Desde donde estamos la vista del lago es espectacular, emocionante. Cual en un cráter el lago es una verdadera joya esmeralda estrujada en un estuche de terciopelo. Brilla irisdicente. Desde lo alto del desfiladero contemplo con estupor extasiado aquella bellezura en todo su esplendor. 

Es el único de la Cuenca del río Cuao, exceptuando las lagunas alargadas o en forma de herradura que forman algunos meandros. Se descubrió durante una expedición patrocinada por el rey Leopoldo de Bélgica hacen mas de 50 años. Aproximadamente tiene 400 m. de longitud por 270 de ancho. Hasta posee una palma con su nombre: la famosa Leopoldina piassava, chiquichiqui , 1952. Que se sepa solo algunas expediciones científicas extranjera una y venezolanas otras, han llegado hasta ahí y han logrado hacer mediciones , en medio, el lago tiene 84 m. de profundidad, han retirado muestras botánicas etnólogos, biólogos, geógrafos. Sus aguas son consideradas muertas, por no haber allí peces de gran tamaño. Se alimenta y escurre subterráneamente, a la vista no se aprecia afluente alguno. 
Nuestro deseo de tocar el agua, nos impulsa a bajar rapidamente el ultimo trecho. La bajada es pronunciada hasta llegar al “hotel” de piedra. Es el único sitio donde podremos montar el campamento resguardado y sin peligro. Un pasaje largo y estrecho, atrás altas paredes de roca, cuyos salientes firman un techo y su oquedad una cueva poco profunda. Limpio de vegetación. Existen unas vigas de troncos de árboles que sirven para colgar los chinchorros, Carlos las colocó en viaje anterior. Una nube de abejas amarillas, cubre mi camisa obscura y mi morral formando densos pegostes, para chupar el sudor perfumado. Molesta su ruido, pero no dañan. Acá solo llegan y acampan los visitantes mas corajudos.

Depositamos nuestros morrales en el suelo y siguiendo a Carlos nos apresuramos a bajar el dificultoso y abrupto barranco, que nos lleva a la anhelada orilla del lago. Con seguridad caminamos por sobre piedras grandes de la orilla. Subimos y bajamos, las rodeamos y al fin la dicha, nos abandona el guía. Es una muy angosta franja de arena rosada. Parcela del paraíso. La majestuosidad del sitio me abruma y desconcierta. Aguas tibias color de té, custodiadas por grandes rocas negras que emergen cual centinelas y forman un circulo no enmoldado en arenas rojizas de la mas fina especie.
Retumba el eco de la alharaca que forman las guacharacas en lo alto de los acantilados que lo rodean,. No las veo. 

Cautelosamente nos adentramos en el agua, no se ve donde pisamos y se nos dijo que el piso plano cae de repente en profundidad. Me acuesto en el agua e increíblemente al cerrar los ojos y mientras el agua acaricia mi cuerpo, siento una paz infinita, pareciera que la mano de los dioses me tocara. No hay forma alguna de explicarlo. Una sensación de vida intensa, siento el correr de mi sangre por las venas. Así de bella debe ser la muerte.
Pero de repente el encanto se rompe, pareciera que el lago no quiere que interrumpan su quietud. Inusitadamente el tiempo cambia, el sol inclemente que caía se troca en cielo oscuro .Las aguas se revuelven con fiereza. Nosotras sorprendidas y asustadas, salimos de ellas. Tropezando y corriendo trepamos la cuesta hasta llegar sin aliento al campamento. El viento silba con fuerza y sopla con mas fuerza aun. Las hojas de los árboles se mueven cual fantasmas. Un bando de mariposas amarillas vuela atemorizadas. Nos cambiamos las ropas mojadas y sentadas en los chinchorros observamos la salvaje e imponente belleza de la fuerte lluvia, bajo la mirada seria de los amigos piaroas. Han desaparecido las abejas. Un caliente café nos trae a la realidad. La tormenta amaina.
Una breve cena y nos dispusimos a dormir. Esa noche hasta la luna se asustó. Se escondió.
La mañana amaneció tranquila. El regreso personalmente se me hizo muy corto, por tantos pensamientos que rondaban en mi mente. Emoción, misterios, preguntas, dudas, sorpresas, muchos porqués, dónde, cómo, cuándo. Sentimientos que se conjugaban para acreditarme que tuve la oportunidad de conocer al Leopoldo, el lago Leopoldo que me cautivó y me intrigó desde el principio.

Volveré, claro que volveré.
Nos vemos en la próxima,
Edilia C. de Borges

Video "Lago Leopoldo"

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